Jefes, Cabecillas, Abusones
Por Marvin Harris
CAPÍTULO 1
¿Había vida antes de los jefes?
¿Puede existir la humanidad sin
gobernantes ni gobernados? Los fundadores de la ciencia política creían que no.
"Creo que existe una inclinación general en todo el género humano, un
perpetuo y desazonador deseo del poder por el poder, que sólo cesa con la
muerte", declaró Hobbes. Éste creía que, debido a este innato anhelo de
poder, la vida anterior (o posterior) al Estado constituía una "guerra de
todos contra todos", "solitaria, pobre, sórdida, bestial y
breve". ¿Tenía razón Hobbes? ¿Anida en el hombre una insaciable sed de
poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de
todos contra todos? A juzgar por los ejemplos de bandas y aldeas que sobreviven
en nuestros días, durante la mayor parte de la prehistoria nuestra especie se
manejó bastante bien sin jefe supremo, y menos aún ese todopoderoso y
leviatánico Rey Dios Mortal de Inglaterra que Hobbes creía necesario para el
mantenimiento de la ley y el orden entre sus díscolos compatriotas.
Los Estados modernos organizados en
gobiernos democráticos prescinden de leviatanes hereditarios, pero no han
encontrado la manera de prescindir de las desigualdades de riqueza y poder
respaldadas por un sistema penal de enorme complejidad. Con todo, la vida del
hombre transcurrió durante treinta mil años sin necesidad de reyes ni reinas,
primeros ministros, presidentes, parlamentos, congresos, gabinetes,
gobernadores, alguaciles, jefes, fiscales, secretarios de juzgado, coches
patrulla, furgones celulares, cárceles ni penitenciarías. ¿Cómo se las
arreglaron nuestros antepasados sin todo esto?
Las poblaciones de tamaño reducido
nos dan parte de la respuesta. Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo
el mundo se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco
vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía
porque esperaba ofrecer. Dado que el azar intervenía de forma tan importante en
la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito
de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de
suerte un día, al día siguiente necesitaban pedir. Así, la mejor manera de
asegurarse contra el inevitable día adverso consistía en ser generoso. El
antropólogo Richard Gould lo expresa así: "Cuanto mayor sea el índice de
riesgo, tanto más se comparte". La reciprocidad es la banca de las
sociedades pequeñas.
En el intercambio recíproco no se
especifica cuánto o qué específicamente se espera recibir a cambio ni cuándo se
espera conseguirlo, cosa que enturbiaría la calidad de la transacción,
equiparándola al trueque o a la compra y venta. Esta distinción sigue
subyaciendo en sociedades dominadas por otras formas de intercambio, incluso
las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y
tomar de forma desinteresada y sin ceremonia, en un espíritu de generosidad.
Los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche
familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos
se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un
lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con
muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en
la vida cotidiana, la etiqueta exige que la generosidad se dé por sentada. Como
descubrió Robert Dentan en sus trabajos de campo entre los semais de Malasia
central, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador.
Después de arrastrar durante todo un día el cuerpo de un cerdo muerto por el
calor de la jungla para llevarlo a la aldea, el cazador permite que su captura
sea dividida en partes iguales que luego distribuye entre todo el grupo. Dentan
explica que expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el
tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe. "En este
contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha
calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del
donante tanta generosidad". Llamar la atención sobre la generosidad propia
equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas
resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han
sido tratados con generosidad.
Richard Lee nos cuenta cómo se
percató de este aspecto de la reciprocidad a través de un incidente muy
revelador. Para complacer a los !kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y
sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las
aldeas rurales bantúes el buey más grande y hermoso de la región, adquirió uno
que le parecía un espécimen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le
aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno.
"Por supuesto que vamos a comerlo", le dijeron, "pero no nos va
a saciar, comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas".
Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar cubierta de una gruesa
capa de grasa. Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habían
manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando sabían mejor que él lo que
había debajo del pellejo del animal.
"Sí -le decían-, cuando un
hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o un gran
hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos.
No podemos aceptar esto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo
le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale
nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre
pacífico".
Lee observó a grupos de hombres y
mujeres regresar a casa todas las tardes con los animales y las frutas y las
plantas silvestres que habían cazado y recolectado. Lo compartían todo por
igual, incluso con los compañeros que se habían quedado en el campamento o
habían pasado el día durmiendo o reparando sus armas y herramientas.
"No sólo juntan las familias la
producción del día, sino que todo el campamento, tanto residentes como
visitantes, participan a partes iguales del total de comida disponible. La cena
de todas las familias se compone de porciones de comida de cada una de las
otras familias residentes. Los alimentos se distribuyen crudos o son preparados
por los recolectores y repartidos después. Hay un trasiego constante de nueces,
bayas, raíces y melones de un hogar a otro hasta que cada habitante ha recibido
una porción equitativa. Al día siguiente son otros los que salen en busca de
comida, y cuando regresan al campamento al final del día, se repite la
distribución de alimentos".
Lo que Hobbes no comprendió fue que
en las sociedades pequeñas y preestatales redundaba en interés de todos
mantener abierto a todo el mundo el acceso al hábitat natural. Supongamos que
un !kung con un ansia de poder como la descrita por Hobbes se levantara un buen
día y le dijera al campamento: "A partir de ahora, todas estas tierras y
todo lo que hay en ellas es mío. Os dejaré usarlo, pero sólo con mi permiso y a
condición de que yo reciba lo más selecto de todo lo que capturéis, recolectéis
o cultivéis". Sus compañeros, pensando que seguramente se habría vuelto
loco, recogerían sus escasas pertenencias, se pondrían en camino y, cuarenta o
cincuenta kilómetros más allá, erigirían un nuevo campamento para reanudar su
vida habitual de reciprocidad igualitaria, dejando al hombre que quería ser rey
ejercer su inútil soberanía a solas.
Si en las simples sociedades del
nivel de las bandas y aldeas existe algún tipo de liderazgo político, éste es
ejercido por individuos llamados cabecillas, que carecen de poder para obligar
a otros a obedecer sus órdenes. Pero ¿puede un líder carecer de poder y aun así
dirigir?
Webgrafia:
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https://antroporecursos.files.wordpress.com/.../harris-m-1985-.
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